Diego Rodríguez de
Silva y Velázquez (Sevilla, bautizado el 6 de junio de 15991 -Madrid, 6 de
agosto de 1660), conocido como Diego Velázquez, fue un pintor barroco,
considerado uno de los máximos exponentes de la pintura española y maestro de
la pintura universal.
Realizó unas 120 o
130 obras. El reconocimiento como pintor universal se produjo tardíamente,
hacia 1850. Alcanzó su máxima fama entre 1880 y 1920, coincidiendo con la época
de los pintores impresionistas franceses, para los que fue un referente. Manet
se sintió maravillado con su obra y le calificó como «pintor de pintores» y «el
más grande pintor que jamás ha existido». La parte fundamental de sus
cuadros que integraban la colección real se conserva en el Museo del Prado en Madrid.
Las hilanderas,
fue realizado en la última etapa del autor, cuando regresó a Madrid con
numerosas obras de arte entorno a junio de 1651. En ese mismo periodo fue
nombrado Aposentador Real por Felipe
IV, y fue lo que le encumbró la corte y le dio grandes ingresos. Sus cargos
administrativos le absorbieron cada vez más, incluido el de Aposentador Real,
que le quitaron gran cantidad de tiempo para desarrollar su labor pictórica.
La llegada de la nueva reina, Mariana de Austria, motivó la realización de varios retratos.
También la infanta casadera María Teresa fue para enviar su imagen a los
posibles esposos a las cortes europeas, y a los nuevos infantes, nacidos de
Mariana.
En el final de su vida pintó sus dos composiciones más grandes y complejas, sus obras La fábula de
Aracné (1658), conocida popularmente como Las hilanderas, y el más celebrado y
famoso de todos sus cuadros, Las meninas (1656). En ellos vemos su estilo
último, donde parece representar la escena mediante una visión fugaz. Empleó pinceladas
atrevidas que de cerca parecen inconexas, pero contempladas a distancia
adquieren todo su sentido, anticipándose a la pintura de Manet y a los
impresionistas del siglo XIX, en los que tanto influyó su estilo. Las
interpretaciones de estas dos obras han originado multitud de estudios y son
consideradas dos obras maestras de la pintura europea.
El último encargo
que recibió del rey fue la pintura de cuatro escenas mitológicas para el Salón
de los Espejos del Real Alcázar de Madrid en 1659, donde se colocaron junto a
obras de Tiziano, Tintoretto, Veronés y Rubens, los pintores preferidos de
Felipe IV.
Las hilanderas o también conocida como la “Fábula de
Aracne” fue realizada entre 1655 y 1660, lo que coincide con
la última etapa de Velázquez y que
además se presencia por la técnica del cuadro.
La escena tiene lugar en el interior de un taller de tapices, y hay quien piensa que se trata
de una escena del obrador de la Fábrica de Tapices de Santa Isabel que el
pintor solía frecuentar a menudo. Dentro de esta, diferenciamos dos escenarios, claramente marcados por
la iluminación, y en las que a pesar de su apariencia costumbrista, se
encuentra su contenido mitológico,
pues representa la fábula de Aracne en el fondo de la composición. Donde la
diosa Palas, armada con casco, discute con Aracne como cuenta la fábula narrada
por Ovidio:
“La joven tejedora
Aracne se jactó de tejer mejor que los propios dioses. Ofendidos ante tal falta
de respeto se transformó Palas. Atenea en anciana y bajo regaños. Retó a Aracne
a ver quién era mejor tejedora. Finalmente Aracne es vencida y castigada por
Atenea por su orgullo, aunque también según otras interpretaciones, por haberse
atrevido a representar los engaños que Júpiter utilizada para satisfacer sus
deseos sexuales. Por todo ello, la joven fue castigada convirtiéndose en araña
y condenada a tejer para siempre”.
Por tanto, la
composición se distribuye de la
siguiente manera: A nuestra izquierda, encontramos una mujer con la
cabeza cubierta, que está moviendo la rueca mientras mantienen una conversación
con una joven que descorre una cortina roja, mientras que a la derecha, una
mujer de espaldas al espectador, hila un ovillo de lana, mientras por
nuestra derecha aparece de medio cuerpo una joven rubia portando un cesto. En
el centro de la composición, otra joven de la que apenas vemos los rasgos
pues se está agachando para recoger los restos de lana, mientras un gato juega
con un ovillo. Al fondo, una escalera de dos peldaños y arco conduce a
la segunda estancia, más iluminada y donde se exponen los tapices del taller.
Es ahí, donde tres jóvenes vestidas de manera elegante observan a la Diosa
Palas, que es la que porta el casco y levanta la mano frente a Aracne, delante
de un tapiz que representa el rapto de
Europa que pintó Tiziano para Felipe II y que a su vez Rubens copió durante
uno de sus viajes a Madrid. Este es uno de los ejemplos de historias eróticas
del padre Palas, que Aracne había osado tejer.
El cuadro es fruto de
dos actuaciones realizadas en épocas diferentes. Velázquez pintó la superficie ocupada por las
figuras y el tapiz del fondo, y durante el siglo XVIII se añadieron una ancha
banda superior (con el arco y el óculo) y bandas más pequeñas en los extremos
derecho, izquierdo e inferior (añadidos que no se aprecian actualmente).
Con esta fábula, Velázquez quiere indicarnos que la pintura es un arte liberal, igual
que el tejido de tapices, no una artesanía como la labor que realizan las
mujeres de la primera instancia. Poner
el mensaje en un segundo plano es un juego típico del Barroco.
La técnica utilizada es el óleo sobre lienzo, y en cuanto a los colores, Velázquez usa aquí gamas
reducidas, una paleta casi monocroma, en capas de pintura finas y diluidas constando
de ocres, marrones, rojos y azulados, mientras que los pigmentos aplicados muy disueltos, con pinceladas sueltas y
aplicando capas de color que, de cerca, parecen inconexas, pero que cobran
sentido al alejarnos de la misma, dando forma a figuras y objetos. Este método
de borrones y manchas demuestran el dominio de Velázquez en el manejo de los
pinceles, ya que es capaz de transformar una mancha en figura, según la
distancia del espectador. Los contornos de las figuras aparecen poco
definidos, por la manera de trabajar del pintor en estos momentos, rápida,
con seguridad, con un dominio absoluto del color y la pincelada sobre la línea
y el dibujo. A su vez, destaca la perspectiva
aérea, de manera que las figuras parecen difuminarse fruto de la atmósfera
que los envuelve, que consigue crear un
espacio abstracto que las aísla y envuelve en el vacío y la soledad de las
formas. Esos fondos neutros son
creados por la iluminación que ambienta al cuadro y dota sus formas con un
cierto carácter escenográfico. El autor parece detener el tiempo en un instante
fugaz, de manera que, no sólo las figuras parecen congeladas sino que, la
propia rueca parece quedar detenida en un movimiento
continuo que recorre toda la superficie del cuadro, en un alarde de técnica
por parte del pintor. Los volúmenes
se representan adecuadamente. La luz
viene de la derecha, siendo admirable que con tan limitado colorido se
obtenga esa excelente luminosidad.
En resumen, la obra
es un compendio que recoge todas las características tanto del pintor como del
naturalismo barroco, muy presente en la interpretación del tema.
Como conclusión,
la obra que hemos comentado resume de manera excepcional las características de
Velázquez, no sólo uno de los mayores genios que ha dado la pintura española
sino la pintura universal. La vida acomodada en la Corte sin depende de la
clientela, el conocimiento de las grandes obras guardadas en las colecciones
realidad y de algunos de los principales pintores de su época, como al propio
Rubens a quien conoció durante su visita a España o a Ribera durante su primer
viaje a Italia; hicieron de Velázquez un genio en continua evolución y cuyas
últimas obras, como la que hemos comentado tiene mucho de barroca, aunque
también mucho de “moderna” como se ve en el uso de la pincelada y el color que
se anticipa en dos siglos al impresionismo.
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